«Toda literatura es erótica, como es erótico todo sueño».
Italo Calvino
Cecilia Domínguez Luis nació en la Orotava en 1948. En los años sesenta comenzó estudios superiores en la Universidad de La Laguna, que proseguiría en la Universidad Complutense de Madrid, pero que vería interrumpidos hasta que en los ochenta se licencia tanto en Magisterio como en Filología Hispánica. Más allá de su obra escrita, cabe destacar la fecunda labor como activista cultural de nuestra autora, bien a través de la participación en numerosos congresos y encuentros, o formando parte de los consejos de redacción de revistas tan señeras en la historia de las letras insulares como Fetasa, Cuadernos del Ateneo y ACL: revista literaria, así como en diversos suplementos culturales. Fue presidenta del Ateneo de La Laguna en el período comprendido entre 1999 y 2001. En el año 2011 ingresa en la Academia Canaria de la Lengua y en 2013 es elegida miembro del Instituto de Estudios Canarios. Cecilia Domínguez ha recibido, asimismo, numerosos premios, entre ellos el Premio Canarias de Literatura en 2015.
En más de una ocasión Cecilia Domínguez ha comentado que su primer contacto con la literatura fue de carácter oral, a través de las historias que su abuela contaba y cantaba en romances (al ritmo de las vueltas de la manivela del molinillo del café). De la oralidad pasó a la musicalidad de las Rimas de Bécquer que leyó porque su padre se las regaló cuando contaba 9 años (se las trajo al regresar de un viaje a Sevilla).
La poeta empieza a pergeñar sus primeros versos a finales de los años setenta. Por aquellas fechas conoce y traba amistad con una serie de escritores que serán decisivos en su vocación literaria, sobre todo, como ella misma ha comentado, ya que su trato supuso un estímulo en su labor creativa. Estos escritores no son otros que Pedro García Cabrera, Rafael Arozarena, Isaac de Vega, Luis Feria y Arturo Maccanti.
Otro aspecto que no debe soslayarse a la hora de efectuar un recorrido por todas las facetas que la figura de Cecilia Domínguez ha abarcado, es que estamos ante una escritora comprometida y que no ha dudado, cuando así lo ha creído necesario, en defender ciertas causas y en alzarse contra otras. Este papel combativo y su carácter inconformista la colocan como vivo exponente de lo que en otro tiempo se considerada ser un intelectual. Enumeraré un par de ejemplos ilustrativos de lo que digo: su discurso de ingreso en la Academia Canaria de la Lengua en la que hablaba de literatura y juventud (y de paso aludía a la necesidad de que en la enseñanza de la literatura prevaleciera el placer por los textos antes que el mero acopio de datos desvinculados de la experiencia cotidiana de los adolescentes) o su reivindicativo discurso al recibir el Premio Canarias de Literatura.
Cecilia Domínguez Luis ha incursionado, en su escritura, en la narrativa, con novelas y libros de relatos, y también en la literatura infantil. Pero su principal dedicación en la escritura ha sido la poesía, género dentro del que ha publicado un número considerable de libros, entre ellos: Porque somos de barro (1977), Objetos (1981), Presagios de sueños en las gargantas de las palomas (1982, Premio de Poesía Pedro García Cabrera), Un cierto sabor ácido para los días venideros (1987), Vísperas de la ausencia (1989), Poemas 1981-1992 (1993, incluye sus obras anteriores a excepción de Porque somos de barro, y se añaden dos libros inéditos hasta entonces: Otoño de los dáctiles velos, con el que había obtenido el Premio Emilio Algaba Guimerá, y Fábulas y otros desconciertos), Y de pronto anochece (1997), Así en la tierra (1999), Doce lunas de Eros (2000), Solo el mar (2000), Octubre (2003), Poemas (2003), Azogue (2005), El libro de la duda (2006), Para cruzar los puentes (2006), Bestiario (2008), La ciudad y el deseo (2009), Cuaderno del orate (2014), Profesión de fe (2016) y La piedra y el obús (2019).
Si algo cabe destacar de la obra poética de Cecilia Domínguez Luis es su capacidad de reinvención, dado que en cada nueva entrega bucea por cauces temáticos y formales nuevos. Su obra se ensancha describiendo una espiral en la que cada libro busca su forma y su idea. En una reseña de Profesión de fe, el escritor y crítico Juan José Delgado aventuraba la siguiente hipótesis al referirse a esta variedad temática: «acaso sea la fórmula que la poeta emplea para ir de a poco y paulatinamente dando cuenta de la gran complejidad del mundo, así como de la sorprendente conciencia de quien lo está aprehendiendo y significando».
Otra cuestión capital digna de señalar es que la poeta aborda la escritura de tal forma que concibe y engendra libros unitarios, en los que los poemas confluyen en un tema particular; rehuyendo la idea de libro como mera agrupación de poemas inconexos o que el tiempo y el albur van destilando. Es decir, la autora desarrolla su escritura con conciencia de ir hacia alguna dirección determinada, aunque por el camino se deje guiar por la inspiración. Sobre ello se manifestaba hace unos años el también poeta Alberto Pizarro, en una reseña sobre Bestiario, al resaltar los «hallazgos en la forma que estructura sus libros» porque «Cecilia lleva una idea a sus composiciones y por regla general, sus publicaciones conservan una unidad».
El poemario que nos ocupa, Doce lunas de Eros, nos da un par de claves en su título. La primera, describir un marco temporal concreto: las doce lunas se corresponden a los doce meses del calendario (que son las doce secciones del libro). La segunda clave también está incluida bajo el signo lunar, y se trata de la referencia explícita a la noche:
La noche ha sido hecha
para que los dioses lujuriosos
bendigan nuestros cuerpos.
Eros contagia su llama en las noches.
El libro viene a ser algo así como un diario que recoge la crónica de las citas entre dos amantes. Y, en tanto crónica, la historia pasa por todas sus fases y aglutina sentimientos diversos, desde la elevación del goce hasta la nostalgia por la lejanía, desde la espera por el encuentro inminente hasta los celos o la traición:
¿Cómo llamarte
si has llevado tu nombre
a otros labios?
Sin embargo, y he aquí un aspecto de suma relevancia en el tratamiento del erotismo en Doce lunas de Eros, aunque ocasionalmente se use la metáfora de la contienda entre los amantes (con términos como «batalla» o «derrota»), lo cierto es que la expresión del erotismo es ondulante, el sujeto poético y su amante se reparten los roles y papeles de tal modo que juegan ambos, alternativamente, roles activos y pasivos en las caricias, en los gestos; así, pues, hay una quiebra en la forma tradicional de concebir los roles sexuales como masculino-activo y como femenino-pasivo, al mismo tiempo que, al plantearse el acto como juego entre iguales, se desactiva la enunciación de la sexualidad como ejercicio de poder. Es por ello que, aunque se haya señalado con bastante frecuencia que toda relación sexual comporta un acto de poder, Cecilia Domínguez parece desmentirlo, o al menos dibujar una posibilidad alternativa, al configurar un espacio literario donde los sujetos se afanan y se exploran a sí mismos en igualdad de condiciones.
El tema erótico había aparecido en varios de sus poemarios, aunque no con la centralidad e intensidad que lo hace en este volumen. Algo similar había ocurrido con el mar. Curiosamente, el mismo año 2000, nuestra autora da a imprenta sendos libros que abordan estos dos temas como eje nuclear de las obras: Solo el mar y Doce lunas de Eros. También se da otra curiosa coincidencia, y es que ambos libros plantean un engarce entre texto y obra gráfica. En el caso de Solo el mar ese diálogo se entabla con fotografías de Carlos A. Schwartz, mientras que en Doce lunas de Eros, cada uno de los doce meses en los que se subdivide el libro viene precedido por un cuadro de un pintor diferente.
La mixtura entre el campo visual y el literario en Doce lunas de Eros genera una lectura donde se crea un espacio de significación híbrido. No hay subordinación de los componentes visuales y los textuales, sino complementariedad entre ellos, enriqueciendo la experiencia estética a la que asistimos. La literatura, en tanto arte verbal, es sucesivo y, por tanto, es temporal; en cambio, el arte visual es espacial. Así sentenciaba la estética clásica desde finales del siglo XVIII con Gotthold Ephraim Lessing (Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía, 1766). Sin embargo, el poema lírico breve anhela quebrantar esta sucesión y brindar un destello del instante: tiempo detenido, imagen quieta. A su vez, la obra pictórica, que es ya de por sí instante congelado, aspira a crear resonancias en la mente del espectador; resonancias que pueden insinuar el principio de una historia, de un suceso. Pero volveremos sobre ello cuando hable de la temporalidad en Doce lunas de Eros.
Eros, la divinidad griega, designa el segmento cultural de la sexualidad humana. Como señala acertadamente el poeta Octavio Paz en La llama doble. Amor y erotismo: «el erotismo es exclusivamente humano: es sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad de los hombres».
El erotismo es rito y es juego y lo posibilita la afirmación de la dimensión corporal del ser humano. Eros nace del anudamiento de la raíz física que nos constituye. La carne siente y su deseo encendido se calma solo en su relación con los otros cuerpos. De manera ineludible, lo corpóreo remite a los sentidos. Los amantes se contemplan y surge así el ardor que se traducirá en el juego erótico de la aproximación, de las incitaciones: miradas, palabras, perfumes, sabores y roces cristalizan en una variable constelación de signos llameantes.
El libro de Cecilia Domínguez Luis aborda el erotismo, precisamente, desde una vertiente sensorial. En este sentido, el primer mecanismo o proceso que se activa en la relación erótica entre dos cuerpos es a través de la mirada. Vemos un cuerpo y nos deslumbra su belleza o los pequeños gestos: una mirada, una sonrisa. Como asevera Aurora Luque a propósito del erotismo en la poesía griega clásica: «Una infinidad de textos nos recuerda que la mirada es el camino utilizado por Eros para penetrar en el amante». Luego concurren los otros sentidos. El olfato sigue siendo, junto a la vista, sentido importante en la configuración previa del acto sexual, en sus preliminares. Ya en materia, intervienen el gusto, y, sobre todo, el tacto. El oído es un sentido ambivalente porque puede participar en los prolegómenos (palabras que envuelven, que incitan), pero también durante la propia entrega amorosa (gemidos de placer o los silencios que están preñados de sentido).
Lo táctil remite a la caricia, al roce, al encuentro entre piel y piel. Esta propincuidad entre pieles en la caricia y el roce o entre las bocas revela la importancia de la fisicidad. De hecho, en el instante de máximo goce, los amantes quieren fundirse y lo único que los separa es la frontera de la piel:
Solo la piel.
Ya ni siquiera el aire
entre los cuerpos.
Sobre el sentido del olfato, en el poemario de Cecilia Domínguez Luis advertimos una clara dualidad. Por un lado, el perfumarse forma parte del juego erótico: rociarse con esencias para atraer la atención del amante y estimularlo sensitivamente. Esta cualidad de juego supone un ejercicio de elaboración, y, por ello mismo, de habilidad, de destreza. Si el erotismo es, por un lado, rito y juego, por otro es, también, arte. Así se refiere a ello la narradora mexicana Dina Grijalva: «La palabra sexualidad nos remite a lo físico, a lo anatómico y fisiológico del sexo. El erotismo, en cambio, nos sugiere la transfiguración de la sexualidad en rito, en ceremonia, en arte». Es decir, hay algo de fingimiento, de artificio, de refinamiento, en este ejercicio de preparar el cuerpo:
Has fijado la fecha del encuentro
y preparas tu cuerpo:
lo rocías de sándalo,
señalas los lugares más oscuros
donde vibra tu piel
y te tiendes, desnuda,
bajo el color del alba.
Pero decíamos que era ambivalente porque, en un momento dado, los amantes anhelan el olor corporal propio del otro, como una forma de acceder a su ser físico real, primario, a su esencia desnuda, o de retenerlo o recordarlo a través de la memoria olfativa del otro:
No perfumes
tu cuerpo.
Es tu olor
lo que busco.
La pasión da acceso a un más allá que, de modo análogo a la iluminación de corte místico, distorsiona los sentidos como se evidencia en esta hipálage:
En silencio
acercarse
y rozar
solo
tu voz.
Aunque predomine esta aproximación sensorial, también hay un acercamiento cognitivo al amante (su búsqueda) a través de su nombre:
No sé dónde estás
y te busco
en las letras de tu nombre.
Antes comentábamos que tanto el título del volumen como su estructuración en partes y los propios títulos de los poemas señalizan la relevancia del tiempo. Pero a esta primera capa o sustrato de elementos que hacen referencia al tiempo, le siguen otros de carácter más profundo. Así, el propio día queda dividido a lo largo del poemario en la franja del deseo, del goce, que suele coincidir con la noche, y dos fronteras que circunscriben esta franja y que determinan actitudes diferentes en el sujeto poético. Estas dos fronteras de las que hablo son el ocaso (las horas inmediatas que le anteceden son las horas de la espera, de la promesa del encuentro), y el alba (que, dada la cercanía de la despedida, suele ser momento propicio a la recapitulación, al nacimiento de la nostalgia por la separación próxima o, incluso, instante de la última entrega). Este esquema relega a la mañana como espacio de la espera también.
El erotismo apela a la intensidad propia del instante, de la fulguración, al relampagueo efímero. A su vez, cabe destacar aquí una distinción terminológica entre erotismo y pornografía: en tanto el primero aspira a ofrecer un vislumbre de ese instante fugaz de placer extremo, y hace por ello de la sugerencia y la imaginación sus centros de irradiación, la segunda se regodea en la referencia explícita. El erotismo es juego, la pornografía es sacrificio. La sutileza con la escribe Cecilia Domínguez es encomiable y nos remite a los mejores frutos de la poesía erótica.
Estas consideraciones que acabo de realizar entrañan una serie de decisiones estéticas a la hora de afrontar la escritura. Cecilia Domínguez Luis las solventa con un criterio juicioso. Así, pues, vemos que los poemas de Doce lunas de Eros son breves y los versos mismos tienden a esta cortedad del decir lo que, unido a la capacidad de sugerir que pone en juego la autora, realzan esas premisas de instantaneidad y de activación o recreación imaginativa. El poema como instante congelado o, para decirlo con palabras de Octavio Paz, como vislumbre de la eternidad. La contención expresiva y las elipsis activan en la mente del lector la facultad imaginativa, completando los segmentos ausentes, de manera que el deseo se adueña del mismo cuerpo de la escritura. La resonancia, el eco de lo no dicho, pero sugerido, reverbera como esa dilatación del tiempo que el instante del goce proporciona, dilatación que supone la transgresión de la duración:
Deja que la clepsidra
gotee lentamente
cuando agonices
sobre mi cuerpo.
Se trata, en síntesis, de trasladar a la materialidad de la palabra estrategias discursivas que guardan paralelismos y correspondencias con aquello de lo que se está hablando.
No está de más señalar, asimismo, que algunas imágenes y expresiones que utiliza Cecilia Domínguez tienen una clara estirpe en la tradición literaria. Así, pues, cuando se apela a todo el campo semántico del fuego o de la sed como emblemas del deseo («Mi cuerpo se desborda / sobre tu cuerpo / y arde»); o el bosque como espesura y, por ello mismo, como espacio simbólico en cuyo interior aguarda el sexo («Adéntrate en mi bosque. / Deja que la luna te descubra / invadiendo / el territorio de mi sombra»); o cuando ocasionalmente se añade una referencia a la nada («Al final del deseo / fundirse en el instante / más cercano a la nada»).
Un último aspecto sobre el que quiero llamar la atención de Doce lunas de Eros se vincula con las referencias a elementos de la naturaleza que incorpora la poeta. Estas referencias suponen un diálogo en el que se erotiza la propia naturaleza:
Ola tras ola
penetrando en la arena
–cópula sempiterna
del mar–.
Así, por ejemplo, el mar acude a estos versos y, con su vaivén continuo, sus mareas, despierta en el lector una imagen vívida de la cópula entre la tierra y el mar. Este último emite sus olas que lamen y penetran una y otra vez la costa. De esta manera procede también con otros agentes naturales, configurando una constelación de imágenes significativas que dan lugar a una lectura corporal del mundo. Y, por ende, a una relación carnal del sujeto con la naturaleza.
Volviendo a este diálogo erótico entre el mar y la tierra, no podemos omitir un aspecto crucial, y es aquel que hace alusión expresa no a cualquier tierra, sino a la isla. Porque esta última deja de ser mero escenario donde los amantes se solazan (que también) y se enriquece al adquirir una dimensión simbólica mayor. La isla se personifica y encarna como entidad, como ser amante y amado, y ello redunda en lo que proyecta sobre sus habitantes, los insulares, que viven contaminados por esta ansia expansiva de viaje, y por el aislamiento indescriptible que otorga estar envuelto por la inmensidad del mar. Y, en el caso concreto del libro que nos ocupa, afecta esta condición insular a los amantes:
Isla
ofrecida al mar.
Mi cuerpo
al tuyo.
De ello deriva, en definitiva, la articulación de un imaginario en donde la insularidad misma cobra especial importancia. El mar deja de ser una potencia individual y conforma una dualidad, una pareja en diálogo perpetuo con la isla. Esta dualidad mar-isla como pareja entregada a la pasión entraña una visión territorializada o espacializada ya que el cuerpo puede ser contemplado como territorio, como geografía en la que adentrase para explorar:
Continente mi cuerpo.
Isla, tal vez.
Tú, recorriendo
mi febril geografía
hasta encontrar la ruta
de mis ansias.
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Referencias bibliográficas
BERNAL SUÁREZ, Daniel (2019): «Yo solo tengo memoria de este barro: una lectura subversiva de las referencias religiosas judeocristianas presentes en la poesía de Cecilia Domínguez Luis» en 20 escritoras canarias del siglo XX. Ediciones La Palma, Madrid.
DELGADO, Juan José (2016): «Cecilia Domínguez, Profesión de fe», Estudios Canarios. Anuario del Instituto de Estudios Canarios, n.º 40.
DOMÍNGUEZ LUIS, Cecilia (2000): Doce lunas de Eros. CajaCanarias/Ediciones La Palma.
GRIJALVA MONTEVERDE, María Dina (2010): El erotismo femenino en la narrativa de Inés Arredondo y Luisa Valenzuela (tesis doctoral). UNAM, México D. F.
LUQUE, Aurora (2000): «Introducción» en Los dados de Eros. Antología de poesía erótica griega. Hiperión, Madrid.
PAZ, Octavio (2003): La llama doble. Amor y erotismo en Obras completas, tomo VI. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona.
PIZARRO, Alberto (2008): «Bestiario de Cecilia Domínguez», Cuadernos del Ateneo, n.º 26.